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Una década después de Ilave

Tragedia y lecciones profundas

Publicado: 2014-04-28

Se han cumplido diez años de la tragedia de Ilave: el alcalde Cirilo Robles, fue torturado y asesinado en un acto público, corolario de las protestas por supuestos malos manejos en el municipio, que fueron luego desmentidos por las autoridades. A propósito de ello, LaMula.pe solicitó al antropólogo Ramón Pajuelo un breve balance sobre las marcas que ha dejado el acontecimiento en nuestra cultura política y en la comprensión de la protesta social y sus expresiones regionales. 

Ramón Pajuelo es investigador del Instituto de Estudios Peruanos y autor de "No hay ley para nosotros. Gobierno local, sociedad y conflicto en el altiplano: el caso Ilave" (Lima, IEP y SER, 2009) libro que será reeditado este año por la Universidad Nacional del Altiplano, en Puno. 

Una década después de Ilave: tragedia y lecciones profundas

- Ramón Pajuelo Teves -

El 26 de abril de 2004, la localidad de Ilave, capital de la provincia de El Collao, en Puno, fue escenario de una tragedia que sacudió al país, dejándonos lecciones profundas. Ese día, el alcalde Cirilo Robles Callomamani, en un último y desesperado intento por evitar la declaratoria de vacancia de su cargo, intentó realizar una sesión de concejo municipal junto a un grupo de regidores aliados. El rumor de la presencia del cuestionado alcalde corrió como reguero de pólvora por las calles de Ilave. 

local antiguo de la Municipalidad de El Collao

Hacía cuatro semanas que la ciudad se hallaba tomada por las comunidades rurales. Los campesinos mantenían clausurado el municipio, en espera de solución a sus reclamos. La demanda inicial -que el alcalde rinda cuentas sobre su gestión- se había convertido al calor de los acontecimientos de esas semanas, en la exigencia de su renuncia. Además de los campesinos movilizados, diversos grupos de interés político y económico en la zona, así como caudillos locales, entre ellos varios enemigos políticos del alcalde, se hallaban empeñados en evitar que Cirilo Robles regrese a ocupar el sillón municipal.

puente antiguo de ilave

Ilave era un polvorín y la noticia de la presencia del burgomaestre fue tomada como una afrenta. Lo que siguió después fue el horror. Una turba de manifestantes se dirigió al domicilio en el cual se encontraban reunidos el alcalde y sus regidores. Se produjo entonces un enfrentamiento. El burgomaestre y regidores fueron capturados, golpeados y arrastrados inmisericordemente por las calles. En plena plaza de armas, el alcalde desfalleciente continúo sufriendo golpes y maltratos, siendo obligado a pedir perdón ante la multitud. Su cadáver fue arrojado en las afueras de la ciudad, junto al llamado “puente viejo” que había ofrecido reconstruir durante su campaña electoral.

La noticia de lo ocurrido de Ilave causó honda conmoción en el país. Ese mismo día, imágenes de los hechos fueron propaladas ampliamente, tanto en medios nacionales como internacionales. La tragedia suscitó diversas reacciones, haciéndose evidente el trasfondo de desconocimiento y prejuicios de muchos medios y analistas, quienes se refirieron a los ilaveños como “salvajes” e “incivilizados”, asociando ello a su condición de indígenas y aymaras. Esta lectura, así como el temor ante un posible levantamiento indígena o étnico entre los aymaras puneños, contribuyeron a expandir una imagen exótica, distante y completamente falaz sobre los hechos.

así informaron diversos medios el trágico desenlace de las protestas en ilave (ramón pajuelo/archivo personal)

Aspectos como la delicada arquitectura de poder local, el derrumbe de la legimitidad política del alcalde, así como las dificultades que bloquearon su gestión, durante algunos meses de tensión entre grupos de poder enfrentados por el control del municipio, pueden ser mencionados como elementos del trasfondo de los hechos. Otro factor clave y definitorio fue la protesta de las comunidades rurales

El desembalse de descontento rural ocurrió inmediatamente después de una frustrada rendición de cuentas, que acabó en un enfrentamiento entre partidarios y opositores del alcalde, cuatro semanas antes de los hechos del 26 de abril. Entonces las comunidades se movilizaron hacia la ciudad: tomaron la plaza de armas, manteniendo cerradas las puertas del municipio, en espera de una solución. Uno de los objetivos de esta medida fue no se pierdan documentos, pues se pensaba que contenían las pruebas de la supuesta corrupción y malos manejos del alcalde.

Local nuevo de la Municipalidad de El Collao

A fin de vigilar que la municipalidad se mantenga clausurada, y en espera de atención a sus reclamos, los comuneros dividieron la plaza en sectores, y organizaron turnos, según las zonas de procedencia de las comunidades, para mantener su presencia en la ciudad durante las 24 horas de cada día. Tanto el viejo local municipal, como un flamante edificio de varios pisos cubierto enteramente de lunas polarizadas, fueron celosamente “cuidados”, a través de este sistema de turnos rotativos. Por eso, ningún vidrio del nuevo local municipal fue roto durante cuatro semanas de movilización e incremento del clima de tensión en el lugar. El conflicto pudo resolverse entonces, pero lamentablemente los intentos de llegar a una solución fracasaron, entre otras razones debido a la inercia de diversas autoridades, la negativa del alcalde a verse vencido por sus opositores, y las carencias del diseño institucional y la normatividad referida a los gobiernos locales.

Entretanto, la situación iba agravándose velozmente. La hegemonía urbana del poder local fue completamente trastocada. Las comunidades, representadas por sus autoridades tradicionales, sobre todo tenientes gobernadores y presidentes de comunidad, impusieron su soberanía en la ciudad, desplazando así al orden formalmente establecido. En otros trabajos he sostenido que este reemplazo de la soberanía local, ocurrido en plena efervescencia de la crisis, se vincula a la legitimidad de las autoridades étnicas tradicionales, sobre todo de los tenientes gobernadores. Ocurre que en el mundo aymara, los tenientes gobernadores representan una forma de autoridad étnica ampliamente legitimada e incluso ritualizada. Esto es resultado de una compleja transformación histórica de los jilacatas aymaras en los actuales tenientes gobernadores, ocurrida sobre todo a lo largo del siglo XX, y se refleja en la permanencia de una estructura de poder local que alberga distintas soberanías.

Así, la tragedia de Ilave nos mostró una vez más que la realidad política y sociocultural vigente en amplias zonas del país, no se limita al funcionamiento del Estado y la competencia formal por el poder. Persiste un profundo conflicto entre la institucionalidad oficial y la compleja textura étnico-cultural de la sociedad local. A veces, este conflicto se hace patente, como ocurrió con los acontecimientos que rodearon al trágico fin del alcalde de Ilave.

Después del 26 de abril, la provincia de El Collao careció de gobierno municipal durante seis meses, hasta que se realizaron nuevas elecciones. La protesta de las comunidades derivó entonces hacia nuevas demandas, sobre todo de desarrollo local. La exigencia de asfaltado de la carretera Ilave-Mazocruz, se convirtió entonces en el eje de las demandas, incluyendo la ejecución de diversas obras públicas, mejora de los servicios básicos y promoción de la producción agropecuaria. La vida política local, giró durante esos meses en torno a la soberanía de las comunidades aymaras, representadas por sus autoridades tradicionales. Ocurrieron asimismo diversos enfrentamientos entre la población y las fuerzas del orden, así como negociaciones entre representantes locales y comisiones estatales, que se reflejaron en algunos compromisos. Con la elección de un nuevo burgomaestre y la reapertura de la municipalidad, la normalidad fue recuperándose paulatinamente en la zona, en tanto que los problemas de fondo resultaron nuevamente postergados.

Durante los años siguientes, la gravedad de los hechos ocurridos en Ilave se dejó notar en otros acontecimientos. La reapertura de la municipalidad fue el ingrediente principal de la situación de normalidad aparente dejada por el conflicto. Paralelamente al restablecimiento del gobierno local, las comunidades rurales mantuvieron su presencia expectante, reflejada en el control y supervisión permanente de la gestión municipal. Un suceso ocurrido el año 2008 grafica claramente esta situación. El alcalde Fortunato Calli fue citado por los 300 tenientes gobernadores de las tres zonas territoriales de la provincia, siendo obligado a arrodillarse y pedir perdón por incumplir diversas promesas electorales.

Tanto en El Collao como en otras provincias aymaras, después de los sucesos de Ilave ganó cierta notoriedad el discurso reivindicativo de la “nación aymara”. El asunto saltó pronto a la arena política, llegando a conformarse instancias como la Unión de Municipalidades Aymaras (UMA), así como diversos movimientos políticos que parecían encarnar el fantasma de un discurso radical de reivindicación étnica. Sin embargo, existe aún una enorme distancia entre el orgullo étnico prevaleciente en las comunidades rurales, así como entre muchos aymaras urbanos, y el uso de una retórica etnicista que no logra traspasar los límites de la política electoral.

Los problemas de fondo, entre ellos el funcionamiento de un Estado y un orden político oficial que no consideran la compleja textura étnico-cultural de la sociedad local, han seguido revelándose, más bien, a través de sucesivos conflictos sociales. Entre ellos, cabe mencionar la lucha de las comunidades ribereñas del lago Titicaca en torno al control de los recursos hídricos, la resistencia de diversas comunidades ante la arremetida de empresas extractivas, y el estallido del denominado “aymarazo” ocurrido en mayo de 2011.

Si la tragedia de Ilave fue el desenlace de una aguda crisis de legimitidad política local, el “aymarazo” fue más bien una reacción regional ante el incremento del asedio extractivista sobre los recursos comunales, junto a la ausencia de alternativas efectivas de desarrollo. Sobre todo en un escenario en el cual campean la informalidad, el deterioro social, el narcotráfico, la débil gobernabilidad y la pérdida de todo límite en el afán de sobrevivir u obtener recursos económicos. En un contexto de grave pérdida de cohesión social, el caldo de cultivo para el estallido de nuevos “ilaves” o “aymarazos” está ciertamente abonado.

Un aspecto más amplio que se vincula a todo este escenario, es la ausencia de políticas públicas democráticas dirigidas a los pueblos y comunidades indígenas del país. El capítulo más reciente de este drama, ha sido la promulgación de la Ley de Consulta. Luego de utilizar dicha medida como ejemplo de cumplimiento de sus promesas electorales, el régimen de Ollanta Humala viene haciendo todo lo posible para convertir dicho mecanismo en un perfecto maquillaje de la continuidad de la inexistencia de políticas indígenas merecedoras de ese nombre. No existe en el Estado peruano un organismo capaz de diseñar e implementar políticas reales, en las cuales se tome en cuenta la voz y expectativas de los pueblos y comunidades. Esto es más dramático, en la medida que las pocas organizaciones indígenas existentes en el país, tienen serias dificultades y debilidades.

Sin embargo, el Ministerio de Cultura funciona como una mesa de partes, en la cual los pueblos y comunidades entregan sus petitorios de defensa y escucha, hallando generalmente que las solicitudes resultan inútiles, o que la instancia encargada de cautelar sus derechos prefiere hacerse de la vista gorda, como ha ocurrido recientemente con los escandalosos casos de los lotes 188 y 116. En el primer caso, el EIA fue aprobado entre gallos y medianoche, en tanto que en el segundo, se ha rechazado la solicitud de los pueblos awajún y wampis para efectuar una consulta previa que a todas luces resulta urgente e imprescindible, por tratarse de un proyecto que pone en grave riesgo sus territorios. Pero el Viceministerio de Interculturalidad, que acabó reemplazando las funciones de la fallida existencia del INDEPA, prefiere seguir actuando como la ONG de una empresa transnacional o la simple ventanilla burocrática del Ministerio de Energía y Minas, antes que trazar la línea y avanzar hacia la gestión de políticas públicas indígenas efectivas. En el caso de los pueblos awajún y wampis, luego de la dolorosa experiencia del Baguazo del 2009, hay una clara voluntad de diálogo y negociación con el Estado, pero el sometimiento de éste a las exigencias del capital extractivista, puede generar un nuevo escenario de conflictividad de graves consecuencias.

La poca importancia de la voz de pueblos y comunidades indígenas, que protagonizan estos años un nuevo ciclo histórico de movilización en pos de sus derechos, puede apreciarse también en el caso de Río Corrientes, región Loreto. Los pueblos Achuar, Kichwa y Urarina, articulados en la FENACO, mantienen una lucha tenaz en defensa de su medioambiente, pero apenas son tomados en cuenta por parte del Estado, interesado más bien en blindar las actividades petrolíferas. Hace pocos días, la noticia de la toma de diversas instalaciones de la empresa Pluspetrol Norte por parte de las comunidades indígenas, ha vuelto a sembrar la alerta sobre lo que podría ocurrir posteriormente.

En distintos lugares del Perú, comunidades y pueblos indígenas han comenzado a reaccionar ante la verdadera agresión que sufren en estos años, debido al incremento del saqueo y depredación de sus territorios y recursos colectivos. Eso explica la aparición de un discurso medioambientalista, unido a la novedosa reivindicación de pertenencia a sus pueblos y culturas. No es una anomalía que se refleja en el incremento de la conflictividad. Se trata, más bien, de un novedoso ciclo de luchas indígenas, que trasluce las carencias de acceso a derechos y ciudadanía, en un mundo en el cual la información y conciencia básica de derechos se expanden indeteniblemente.

Sin embargo, el rumbo de crecimiento y desarrollo vigente en el país, así como la hegemonía del modelo de acumulación primario-exportador, con un Estado que apenas en apariencia representa a todos sus miembros, siguen incubando desfases y abismos profundos. Es decir, distancias, desigualdades, imperfecciones institucionales e injusticias dolorosas, que a veces irrumpen de forma imprevisible, cuando todo parece demasiado tarde, como nos mostró hace una década la tragedia de Ilave.


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